Estaba acicalado, afeitado, incluso peinado, se veía que en
pleno diciembre de 2013 mantenía clase y dignidad, quizá por eso me descolocó.
Como todas las mañanas había llegado a la hora en punto, no
fichaba, nadie lo controlaba; no hacía falta, los que lo conocían sabían que
últimamente solo algún imponderable podía impedir su presencia diaria, sabía
que la competencia resultaba feroz. No había más remedio, tenía que tomárselo
muy en serio, de ello dependía minuto a minuto su incierto futuro. Nada más llegar,
abría la puerta del bar de la esquina, asomándose como para decir ya estoy
aquí, y educadamente con aire triste saludaba al personal. Ocupaba su sitio y
desplegaba entonces sus bártulos. Se trataba de un “atrezzo” simple, propio e
indispensable para cumplir con su trabajo, después, con parsimonia casi medida,
se colocaba tras los útiles de cara al público. Ya estaba dispuesto para
comenzar otra complicada jornada.
Para su labor no se requerían estudios especiales, ni tan
siquiera don de gentes, pero si debía tener casi una dedicación exclusiva en un largo día.
Había permanecido en la misma empresa durante 18 ilusionantes años, lo había
dado todo, pero las circunstancias actuales (mil veces malditos sus promotores),
habían trastocado todas sus ilusiones familiares. En este frío y precario
reducto analizaba lo lejos que quedaba aquella visita a Euro Disney con sus
niños, pero el recuerdo de sus sonrisas viendo el desfile de fantasía lo hacían
feliz en esta, su última actividad, digamos laboral. Para poder desarrollarla,
paradójicamente implicaba tener gran parte de actor y algo menos de
comunicador. Siempre fue un profesional en lo que hacía, y ahora fidelizaba a
cada cliente con una sonrisa natural, ni forzada ni improvisada, y en cada
fugaz visita, sus ojos denotaban agradecimiento a raudales, por eso, cuando se
alejaban, no podía por menos que agachar la cabeza hasta lo imposible a la vez
que decía: ¡gracias!.
Como habrán podido adivinar, de su vida laboral, en aquel
improvisado currículum creado al efecto sobre un sobado cartón, solo figuraban
sus datos más recientes: “No tengo trabajo, tengo dos hijos. Solicito una
ayuda. Acepto comida y ropa… Muchas gracias”. Más triste me resultó cuando
ayer lo vi arrodillado en una lluviosa mañana de Nochebuena mientras se
escuchaba de fondo “Noche de paz, noche de amor”. Qué no habría pasado por su
descolocada cabeza en los últimos y duros meses, para asumir tras el tintineo
de 50 céntimos de euro arrojados a su vacía lata de tomate, tener que
pronunciar dignamente y sin reparos la manida frase: ¡Qué Dios se lo pague!.
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