Subía las escaleras muy ligera, más de lo
habitual. Estaba decidida a presionarle como nunca pues no quedaba otra salida.
Abrió y vio a su hombre sentado en la silla de la cocina, inmóvil, con la
cabeza entre las manos mascullando su amargura. Hacía mucho tiempo que ya no
pisaba al salón. Carraspeó y dijo: Cristóbal,
no queda otro remedio; treinta y cinco euros hay en la cómoda y tres con
treinta y ocho tengo en la cartera. Las alitas de pollo para la comida me las
ha regalado Ángel; hoy no hará falta acudir
al comedor social. ¡Tienes que hacerlo ya!
¡Comedor social!. Que palabras. Recordaba
lo que contaba su abuela sobre el Auxilio Social cuando la guerra. Aquella que
pobló a la abuela de canas, acabó con el abuelo en el frente, y en la tumba
anónima. ¡Que triste!, siempre seremos una familia de auxiliados, pensaba. Está bien, ¡lo haré! Concluyó.
Esa noche no durmió dando vueltas
imaginando el escenario tantas veces repetido. Lo sabía, la mejor hora es las
diez y ocho minutos; en ese momento muchos de los empleados salían a tomar
café, y el flujo de clientes era más reducido. Mejor que hubiera pocos
testigos.
Carraspeó a la vez que movió ligeramente a
su mujer. Cariño… ¿duermes?..., ¡no,
Cristóbal, no!, ¿cómo voy a dormir pensando que todo puede salir mal, tu no
haces más que moverte?... Cristina… yo creo que me podía esperar Mateo a la
puerta de la oficina con el coche en marcha, entro, lo liquido y salimos de
allí echando humo, seguro que nadie lo va a relacionar…, ¡que no!, ya lo hemos
hablado, el tiene su familia, es algo que debes hacer tu solo, además si se
enteran en su trabajo podían despedirlo y eso sería ya tremendo, no nos lo
podríamos perdonar nunca. ¡Esta bien!, que sea lo que Dios quiera, respondió.
Se levantó temprano, fue al lavabo, se
miró en el espejo, aquellas arrugas no presagiaban nada bueno. Se lavó la cara
y se vistió como si fuera la última vez.
Esperó la hora y
volvió a la habitación. Cristina…, como no lo consiga esta vez, me
pego un tiro. ¡Te lo juro!
Fue a la cómoda, abrió el cajón, apartó
los treinta y cinco euros y contempló sus armas dormidas en espera de utilidad,
impolutas, tan afiladas como folios virginales. Mucho le había costado
reunirlas ya que tuvo que indagar en un mundo complicado y totalmente
desconocido por él. Sabía que contaba con más de las necesarias pero estaba
decidido a llevar todas en la aventura, por si acaso.
Buscó una bolsa del supermercado, la dio
la vuelta para que no se viera una dirección que pudiera relacionarle,
introdujo todo aquello y se aseguró que desde fuera no se viera su contenido.
Pensó, es invierno, nadie sospechará de mi aspecto. Se puso el tapabocas, las
gafas oscuras y se caló la gorra asegurándose que la visera apuntaba al suelo… ¿Me reconocerá alguien?, preguntaba en
voz alta. ¡Que no, ya verás como no!,
decía Cristina mientras lo acompañaba a la puerta. ¡Suerte Cristóbal!, que todo salga bien, tienes todo mi cariño le susurró dándole un sentido
beso que le pareció más una despedida para siempre.
Iba andando por la calle y pensaba que ya
hacía un mes de la primera intentona fallida, pero esta vez, afortunadamente,
lo tenía todo más estudiado: había escrudiñado la oficina, conocía horarios,
ubicación de mesas, rutinas… !Saldrá todo bien! se decía en voz baja
reafirmándose en la necesaria acción. De vez
en cuando abría la bolsa y comprobaba que todo estaba en orden mientras giraba
la cabeza.
Era la hora de la verdad. Abrió la puerta
del incierto destino y contempló a dos hombres y una mujer esperando. Eran más
o menos de su edad y charlaban entre ellos: “Con esto de las reducciones de plantilla
cada día tenemos que esperar más”, decía el primero”, “No sé cuando se
arreglará tamaño desaguisado” apostillaba la señora.
Uno…, dos…, se mueve el tercero… va a
llegar su momento. Cristóbal suda, tiene la garganta reseca. Piensa lo que vas
a decir para que quede claro, conciso y, el interlocutor no albergue duda
alguna en la demanda y sepa que estás dispuesto a todo si se niega, se dice
entre dientes. Ni siquiera nota el taconeo nervioso e incesante de su pie
izquierdo contra el suelo… ¡El siguiente! Avanza y se ve frente a él, ¡Que quería!... ¡Yo¡… balbucea algo
ininteligible y vuelve a tragar saliva. ¡Que
qué quería, que no tengo todo el día para usted! Esta última frase lo enerva, definitivamente. Encorajinado y
nervioso, mete su mano derecha en la bolsa mientras, le mira fijamente a los
ojos y prendiendo fuertemente el contenido, con voz clara e inteligible le espeta:
-“Vengo a solicitar la ayuda familiar
para parados de larga duración”. -¡Está bien!, veamos… ¿tiene todos los
papeles?... creo que esta vez si, aclara Cristóbal. A ver, declaración de la renta, libro de familia, DNI, certificado de
retención, resolución judicial, demanda de empleo, vida laboral, baja en la
empresa… humm… falta… ah… no…, ¡aquí está la declaración jurada de que no
percibe más ingresos! ¿Y todo esto que es?... ah, ya veo… la fe de bautismo,
certificado de confirmación, solicitud municipal de transporte gratuito y el
informe para la eliminación de tasas de basuras no le hacen falta. ¿Seguro, no?
apostilla el demandante, ¡tranquilo, que no! dice mientras se oye el
“clonch” del sello metálico del registro y le devuelve una copia firmada… ¡Ya le escribirán. ¡El siguiente! vocifera con latiguillo cansino.
Resopla ¡ya está! No ha sido tan
difícil como la otra vez. Sale presuroso de la oficina quitándose gorra,
tapabocas y gafas, cuando llegando a la esquina percibe una voz: ¡Coño Cristóbal!, ¿ya cerraron todo aquello,
verdad?, ¡mala edad tienes!, ¡que putada! Asintiendo con la cabeza prosigue
con su tesoro en la mano, pensando en las alitas de pollo y en la sonrisa de
Cristina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario