Apenas un pequeño titular en el periódico local, poco relevante para una tirada nacional, no merecía la pena, los Gürtel, Urdangarines, Cristianos y Messis eclipsaron la noticia.
Sucedió al más puro gusto Carpanta; sí, lo más
recurrente en viñetas de indigentes: un puente… y debajo, conviviendo, un par
de dramas avocados por circunstancias propias: desarraigo, drogas, paro,
alcohol…, y a todas ellas hay que añadir ahora una más: ¡Cáncer!.
La noticia era escueta. Uno de los grandes ríos, el
Ebro, fue testigo de la tragedia. El improvisado hogar (va de eufemismos)
consistía en una tubería de apenas un metro de diámetro y diez de longitud, fue
este lugar donde Luis Huertas Castel dijo adiós a una vida anormal para esta
tipología de marginación. Huertas tenía cáncer, lo sabía, era un cáncer “suyo”,
propio, un cáncer que no quería compartir con su familia y mucho menos con su
hermana que ya había perdido una hija por esa maligna, cruel y traicionera
enfermedad, él también había sido testigo directo de la dureza y el drama que
provoca y quiso evitarlo en lo posible. Cuando lo supo, abandonó su casa en
Zaragoza y deambuló perdido en sus pensamientos, dando tumbos hasta que se
instaló en un tubo, sí, un tubo de hormigón destinado a desaguar avenidas de
agua y no un reducto dispuesto para ver como se lamen las heridas los
desheredados de la tierra, aunque en este caso la condición sea por decisión
propia.
Ángel – su compañero - conoció a Luis en 2007, dice
que se iba a acostar cuando lo vio cabizbajo deambulando por las inmediaciones
del Ebro y de su improvisada casa. Lo conocía de verlo por allí y de hablar
sobre intrascendencias en alguna ocasión, pero esa noche se acercó a la
embocadura y le dijo: “He decidido no volver a ver a mi hermana nunca más”,
“bueno, pues vente para el agujero”, respondió. Como suele ser en este código
no escrito, jamás le preguntó por su vida anterior y nunca supo de su
enfermedad.
Cuando ha fallecido contaba con 67 años; dice la
noticia que se divorció y tenía como toda familia, una hija, dos hermanas y una
sobrina; parece ser había contra él alguna reclamación pendiente por parte de
Servicios Sociales. Ángel, su compañero de tubería asegura que adoraba a su
hija y contaba: “Él quería ingresarle suficiente dinero para que se pudiera
comprar un piso”. Se jubiló con 62 años y le quedó una pensión nada desdeñable
de 2200 euros, con los ingresos de ambos compraban comida que compartían y
guisaban en su precario reducto, otros días lo hacía en algún restaurante de la
zona. Curioso es que por entonces Luis todavía trabajaba, y salía todas las
mañanas de su “agujero” a cumplir la jornada laboral. ¿Qué pasaría por su
cabeza?, ¡así es la sociedad actual, nadie sabe de nadie!. Con mis ojos y
mentalidad no entiendo su situación, seguro que Luis además de la enfermedad
diagnosticada tenía sus “razones mentales” personales e intransferibles.
Sus dos hermanas nunca supieron donde vivía. Hablaba
con una de ellas y con su cuñado, pero cuidándose bien de que no se enteraran
de sus condiciones de su vida. Les engañaba diciéndoles que vivía en un piso
con un amigo… ¡un piso cilíndrico de menos de un metro de diámetro!. Cuando iba
a verlos se acicalaba y se ponía sus mejores prendas, era cuestión de
representar un papel, “estoy bien”, decía. Parece ser que hasta un momento
determinado fue al médico, pero poco a poco dejó de ir, sabía que la muerte
oculta entre juncales rondaba los ribazos del Ebro. Últimamente su hermana
recibía las citaciones médicas (dejó esa dirección para correspondencia), y
cada día que estaba citado, ella acudía con la esperanza de verlo en la
consulta. Luis lo había decidido, no acudiría más.
Lo sabía y lo tenía todo previsto, dejó pagado su
entierro y funeral cuando dando un portazo sin ruido a la vida pasada abandonó
su casa en Zaragoza, ¡nunca quiso ser una carga para nadie!. Cuenta su
compañero Ángel que nunca podrá olvidar lo que le dijo antes de encontrarlo esa
tarde muerto: “Yo, en esta vida, ya no hago nada”. Asegura que nunca le habló
de su enfermedad y añade que estuvo ingresado unos días antes del desenlace,
exigiendo que no se lo comunicaran a ningún familiar. Buscaba la soledad por
bandera, recibió a la muerte a “porta gayola”, sin aspavientos, mirándola de
frente y enfrentándose a ella pensando: “Aquí me tienes, me llevas, pero a mi
con mi soledad”.
El drama para la familia tiene que ser brutal, ¡no
haber podido hacer nada por él!, no poder acompañarlo en sus últimos momentos,
tocar su la mano…, disimular una lágrima…, hablar de lo injusta que es la
vida…, lo cruel que es la enfermedad… Al vacío familiar hay que añadir los 1000
porqués sobre lo que pasa para que una persona normal acabe mal muriendo en una
fría tubería, alejada de los tópicos de encarar “la parca” en una cama,
arropado por familiares. Allí murió – quiero pensar –
plácidamente, sin el lógico perro vagabundo de mirada lánguida aullando, él
sólo allí arrullado por el sonido del agua, llevándose en su corriente al
Mediterráneo los últimos pensamientos de este poeta de la enfermedad,
especialista del silencio y casi un anónimo y atípico indigente que no fue
noticia en la prensa nacional porque ¿a quién le importa quién vive bajo los
puentes?.